¿Qué es la ansiedad?
Cuando hablamos de ansiedad nos referimos a una emoción, asociada a la capacidad que tenemos para responder (mediante la lucha o la huida) ante una amenaza (real o imaginaria). Así pues, podemos sentir ansiedad si nos encontramos en medio de la selva y nos persigue un león, o cuando estamos en el sofá y nos imaginamos que nuestro hijo llega tarde porque ha tenido un accidente. Lo que quiero decir con eso, es que la ansiedad no solo aparece ante amenazas reales, sino ante todo aquello que consideramos amenazante.
Todos conocemos los correlatos fisiológicos propios de la ansiedad, tales como la taquicardia, disnea, temblor en las manos, sensación de mareo..., así como los propios del canal motor: comer más, mover las piernas, morderse las uñas, etc. Sin embargo, a pesar de lo que muchas personas creen, la ansiedad no solo se expresa a través de estos dos canales de respuesta, ya que existe otro, no tan evidente, pero muy importante, relacionado con aquello que pensamos y nos preocupa. Se trata de la ansiedad cognitiva.
¿Qué relación existe entre la ansiedad y un ataque de pánico?
Podríamos decir que todos hemos sentido ansiedad en algún momento de nuestra vida, ante aquellas situaciones que hemos percibido como potencialmente amenazantes. En estos casos, la ansiedad se presenta como una respuesta normal que nos permite adaptarnos al entorno. Nos puede generar ansiedad presentar un proyecto ante 300 personas, acudir a una entrevista de trabajo importante, presentarnos a unas oposiciones, etc. Cuando esto ocurre, sabemos que una determinada situación, o la interpretación que hacemos de ella, es la causa de nuestra respuesta; pero, ¿qué ocurre cuando aparece de forma inesperada, de repente, sin que hayamos podido hacer nada para anticiparla ni para poderla controlar? En ese caso, nos asustamos.
Imaginemos que estamos dando un paseo por la calle, y, sin saber por qué, empezamos a sentir que nuestro corazón late más fuerte y más deprisa, a la vez que nuestra respiración se acelera sin que nos sea suficiente con el aire que inspiramos. Tomamos más oxígeno, sentimos un pequeño hormigueo en nuestras manos, da la sensación de que nos vamos a desmayar…, nuestro corazón sigue bombeando, tan rápido y tan fuerte, que casi parece que va salir. Intentamos tranquilizarnos, pero cada vez estamos peor. Le pedimos a nuestra pareja que nos acompañe a urgencias. Nos sentimos incapaces de coger el coche, es como si nos fuéramos a desvanecer de un momento a otro. Llegamos inmediatamente al médico, por si se tratara de un ictus o de un ataque al corazón, sin embargo, el diagnóstico nos abruma todavía más que si se tratara de algo grave: “es ansiedad”. Nos recetan un fármaco para que podamos tratarla y volvemos a casa, más relajados, pero con la indefensión de no haberla podido controlar.
Este sería un ejemplo de ataque de pánico, el cual se manifiesta, en líneas generales, ante la interpretación catastrófica de nuestras señales corporales (disnea, taquicardia, mareo, hormigueo en las extremidades, etc.), las cuales se presentan de manera inesperada.
¿Por qué se mantiene un ataque de pánico?
Una vez experimentamos un ataque de ansiedad, es probable que aparezcan más. ¿Por qué? Al pensar que lo que nos ocurre “no es normal”, y tras sufrir el intenso malestar del primer episodio, la mayoría de nosotros solemos hacer lo mismo: evitar que vuelva a ocurrir. ¿Cómo? Sin darnos cuenta, focalizamos la atención en nuestras señales corporales. Empezamos a estar pendientes de cómo nos sentimos en función de cada situación, por lo que, ante pequeños aumentos de la activación psicofisiológica, intentaremos controlar cualquier síntoma de ansiedad. Para conseguirlo, pondremos en marcha todo lo que sabemos: respirar hondo, decirnos a nosotros mismos que no pasa nada, evitar determinadas situaciones en las que pensemos que podamos “ponernos nerviosos”, etc.
¿Por qué decimos que nuestra manera de controlar el problema constituye realmente el problema?
Cuando esto sucede, sin darnos cuenta, nos estamos preparando para actuar ante lo que anticipamos como amenazante. Ponemos en marcha todos nuestros recursos para evitar que la ansiedad aparezca y para luchar en el caso de que se produzca, como si ésta fuera lo peor que nos puede pasar.
¿Os acordáis de lo que hemos comentado que era la ansiedad? Si volvemos a leer el primer punto, podemos observar que, en el caso del ataque de pánico, la ansiedad se vive con tanto malestar que constituye por sí sola una amenaza (se interpreta como tal); por lo que nuestra respuesta ante ella no es otra que la misma ansiedad. ¿Alguien se ha preguntado cómo estar tranquilo cuando está nervioso? Pues precisamente esta es la expectativa que tenemos cuando intentamos controlarla. Si a ello sumamos que, para evitar que aparezca la ansiedad, cada vez vamos a ver más limitada nuestra vida social y personal. ¿Qué identificaríais como el problema? ¿Las consecuencias que pensamos que puede producir la ansiedad? ¿O las consecuencias que generan nuestros esfuerzos por controlarla?
Entonces, ¿qué podemos hacer?
Desde Mentalment, utilizamos los protocolos con más evidencia empírica para trabajar los ataques de pánico, pero además, también nos centramos en una serie de aspectos clave para que el proceso pueda desarrollarse de manera eficaz. Estos puntos son:
entender la ansiedad para no temerla.
aprender a regular nuestra respuesta en lugar de controlarla.
definir y recuperar objetivos más allá de la ansiedad. No es lo mismo que nuestro único objetivo sea eliminar la ansiedad, que construir objetivos vitales por los que valga la pena afrontarla y superarla.